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La misma transcurrió en una chacra, a dos leguas del poblado más cercano, y la visita semanal al almacén constituía para mi todo un acontecimiento.
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Recuerdo a mi padre, atando los caballos que tiraban de la vieja americana en que nos trasladábamos al palenque que marcaba el límite entre la vereda y la calle polvorienta. El edificio lucía sólido y, a un costado, imponían su presencia dos surtidores de combustible, accionados a mano, para el expendio de nafta y querosene.
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Ni bien trasponíamos el umbral, nos recibía un penetrante aroma en el que se conjugaban el que emitían las especias, el café en grano, el cuero de los aperos, los quesos apilados en el mostrador y los chacinados, colocados en una fiambrera, con el olor rancio proveniente del despacho de bebidas contiguo donde predominaba el del tabaco negro que consumían los parroquianos en cigarrillos liados a mano o desgastadas pipas.
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Con una parte del piso de ladrillos y otra de madera, aquello era un mini mercado persa.
En el salón principal, el de piso de ladrillos, atravesado por un mostrador bastante mugroso, se hallaba el almacén propiamente dicho.
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Sobre la pared del fondo, en una estantería de madera alguna vez lustrada, se podía encontrar desde la mecha para un farol hasta los cordones para zapatos, pasando por el hilo para coser ropa como el de atar chorizos o el sisal, de usos múltiples, jabones de tocador o de lavar ropa, limpiadores, cuchillos, bombillas, mates y una cantidad interminable de artículos de uso diario.
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En la parte inferior, en cajones con tapas deslizantes, el azúcar en terrones y fideos varios, que se expendían en paquetes armados con papel de estrasa.- La yerba, en cambio, se vendía en bolsas de arpillera de 5 kg..
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En el extremo izquierdo del mostrador, reinaba la balanza de platos y en el derecho, la pila de quesos, protegidos por una especie de campana de vidrio, y la fiambrera.
La pared anterior la ocupaban los aperos y herramientas: pecheras, yuguillos, cinchas, pretales, serruchos, martillos, grandes tronzadores, morsas, leznas y todo lo necesario para las tareas rurales.
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En el lateral derecho, la tienda donde, sobre un mostrador mucho mas decoroso y pequeño que el otro, se apilaban bombachas, camperas, camisas, cinturones, boinas comunes y con borla roja, propia de los domadores, fajas negras y multicolores y las célebres alpargatas de yute marca “Rueda” y “Luna”, cuyo fabricante patrocinó la edición de los almanaques ilustrados maravillosamente por Molina Campos.
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Había también espacio para las barricas de vino y las que contenían las tripas conservadas en sal que se utilizaban en las carneadas.
Por el lado izquierdo, y a través de una arcada, se pasaba al despacho de bebidas, servidas sobre un mostrador con cubierta de estaño y en vasos de vidrio grueso, enjuagados de apuro en un fuentón de chapa zincada puesto sobre el piso del lado del despachante llenado con el agua que proveía una bomba sapo colocada a un costado.
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En la trastienda funcionaba el “escritorio”, donde se controlaban las libretas, precursoras de las actuales cuentas corrientes, que saldaban los chacareros no más de una o dos veces al año, cuando levantaban sus cosechas.
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A él accedíamos cuando mi padre arreglaba cuentas o, cuando apurado por algún imprevisto, necesitaba efectivo para salir del paso, porque también ese aspecto social cubría la estructura del almacén con los clientes de confianza.
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A un costado del edificio principal, en un gran galpón de chapas, se acumulaban materiales de construcción, postes y varillas para alambrados, rollos de alambre liso y de púas, torniquetes y una variedad sin fin de insumos para la actividad rural y las pilas de bolsas de arpillera utilizadas en las cosechas.
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Todo era atendido por el padre, tres hijos y algún “habilitado”, como se llamaba entonces al personal que percibía una parte de las ganancias del negocio.-
Mucho tiempo ha pasado desde entonces y del pueblo queda muy poco.
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Los pobladores se fueron trasladando a las ciudades, acercadas por la construcción de rutas y la proliferación de modernos medios de transporte y la piqueta se llevó el viejo almacén de ramos generales junto con una parte importante de mi infancia feliz de chico de campo.
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No obstante, cada vez que tengo oportunidad de pasar por el lugar, me detengo un momento para percibir de nuevo, cerrando los ojos, el aroma de las especias y del café en granos y también, por que no, el rancio olor de tabaco negro quemado en cigarrillos liados a mano o en viejas pipas.
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La imagen pertenece a Alberto Pinciroli