jueves, 19 de junio de 2008

El mostrador, confesionario del barrio

Hasta fines de los años 30, al vino se lo recibía en barricas y bordalesas, desde Mendoza y con menor frecuencia desde San Juan y Río Negro, y se lo trasegaba a damajuanas y botellas de vidrio de un litro. A partir de entonces, la Junta Reguladora de Vinos obligo a que el producto se envasara en el lugar de origen para evitar -se dijo- que fuera adulterado en los locales de venta. Pero luego se autorizaron plantas envasadoras del vino llamado común o de mesa, como se dice en Europa, en lugares distantes de las bodegas cuyanas, muchas de ellas cerca de la Capital Federal.
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El vino se transportaba a granel en vagones tanque, por ferrocarril desde los viñedos hasta esas plantas envasadoras.
En los despachos de bebida -boliches- se había vendido hasta entonces vino que se extraía, a la vista de los parroquianos, de la bordalesa de origen, a medida que se necesitaba. Solo venían en botellas las denominadas bebidas blancas o destiladas (casi siempre caña, ginebra o grappa), el vermout, el aperital, el fernet y el anís.
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En el interior de esos bares se percibía un olor habitual que, básicamente, sustentaban los vapores del vino, al que se sumaban el del humo de tabacos negros y, seguramente, algunos humores humanos.
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Rara vez se vociferaba en su interior, como si el alcohol o el humo asordinaran las palabras en lugar de excitarlas. Ni en los entreveros del truco se permitían destemplanzas de taberna, como si las altisonancias se economizaran para dilapidarlas tan solo en hipotéticas pendencias. Pero casi nunca había riñas, porque ser provocador equivalía a perder el acceso a sus tertulias.
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Las voces mas fuertes solían proceder del exterior, que emitían quienes jugaban en la cancha de bochas anexa, el otro ámbito de expansión masculina.
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Sus mostradores solían tener un tramo forrado en chapa de estaño (con un grifo largo y curvo, habitualmente rematado en un pico de ave, por el que salía el agua destinada a enjuagar los vasos). De ahí que, figuradamente, 'tener estaño' era ostentar experiencia de vida, cimentada en el frecuentemente socializador del despacho de bebidas y en otras ásperas aristas de la lucha por la existencia.
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Sus nombres fueron una colección de ingenio: El Parejero, La Peoresnada, Por si la pego, el 43, La flor del pago. En Tandil, uno se llamo Firpo en homenaje al Toro Salvaje de las Pampas. En la ultima recta de uno de los caminos que conducen a Bolívar, todavía puede leerse en las paredes de una tapera 'La ultima copa'.
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En Las Flores, frente al galpón de locomotoras del Ferrocarril del Sud, se hallaba El Chanta Cuatro, en alusión a su cancha de bochas. Los del barrio apocopaban su nombre: sin que Domingo Rizzo, su propietario se ofendiera, los parroquianos lo llamaban El Chanta.
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Mas sorprendente: En el ultimo recodo del antiguo camino de tierra que lleva a Rauch, pude leer muchas veces, antes de perder su pintura original: Bar La Amistad, de Pelela y Meaca. Y no era humorada, sino los verdaderos apellidos de los ciudadanos que integraban esa razón social.
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Fuente: Hugo Nario. Diario La Nación